En el pasado, muy a menudo la marca se registraba a nombre de una persona física o jurídica (“titular”), distinta de la empresa que la usaba o explotaba comercialmente: el titular solía ser el dueño de la empresa y ésta misma era la empresa usuaria (“empresa operativa”).
Habitualmente, no existía un contrato de licencia, sino una mera “autorización de uso”, las más de las veces no documentada, por la que la empresa se obligaba al pago de royalties o de los gastos de registro, mantenimiento o defensa. Todo ello generaba innumerables problemas en relación con la legalidad tributaria, ya que este tipo de operaciones comerciales han de documentarse en un contrato de licencia de marca, sujeto a la correspondiente imposición.
El objetivo último de esta estructura “personalista” era resguardar la marca frente a las vicisitudes económicas que pudieran afectar a la empresa usuaria en caso de dificultades económicas.
Sin embargo, en la actualidad esta creencia carece de sentido, dado que los Administradores de sociedades responden en determinadas circunstancias con todo su patrimonio por las deudas societarias. Otro de los efectos indeseables de la estructura personalista es que afea la imagen contable de la compañía, dificultando su financiación al escamoteársele un activo más valioso. Además, en la mayoría de los casos, si la marca no es muy valiosa, raras veces sobrevive en términos comerciales y reputacionales a la crisis económica de la empresa que la explota.
Finalmente, la inexistencia de un contrato de licencia, sino una mera autorización genera también numerosos inconvenientes legales, pues obliga a actuar y comparecer en juicio a ambas partes – titular y usuario -, generando riesgos derivados de la falta de seguridad jurídica y dificultando la prueba de uso de la marca y la cuantificación de los daños y perjuicios que eventualmente se reclamen.
En consecuencia, la estructura “tradicional” de separación de la marca de la empresa productiva podría no ser recomendable en la mayoría de los supuestos. Incluso si lo fuera, la relación entre el titular de la marca y las empresas operativas que la explotan debe siempre legalizarse mediante contratos de licencia, inscribirlos en la OFICINA ESPAÑOLA DE PATENTES Y MARCAS para dotarle de mayor eficacia frente a terceros y ajustarse al cumplimiento de las obligaciones contables y fiscales.
En resumen, con carácter general, lo adecuado es que el titular de la marca sea también la empresa que la usa en el mercado y no un tercero. Sólo en caso de que la empresa operativa tenga grandes riesgos puede resultar aconsejable que la propiedad se traslade a un tercero, preferiblemente a otra empresa.
La creación de una empresa patrimonial o tenedora de la marca debe considerarse con detenimiento, atendiendo a las circunstancias de cada caso. Obviamente, existen diferencias dependiendo del valor del activo. Si la marca no es muy valiosa, debe ir en la sociedad operativa, ya que se evitan muchos de los problemas citados. Por otro lado, si la empresa tuviera problemas derivados de una crisis económica, la marca podría carecer de valor significativo que justificara una estructura para su salvaguarda.
Incluso desde el punto de vista fiscal, ese tercero titular de la marca debe ser generalmente una empresa. Si la marca está a nombre de persona física, la diferencia de tributación entre Renta y Sociedades, hace que – dependiendo del montante de los royalties – esta estructura sea totalmente desaconsejable desde el punto de vista fiscal.
Por el contrario, si la marca está a nombre de una sociedad, al ser los tipos impositivos iguales o muy similares, hay que considerar otras circunstancias. Si el beneficio de la sociedad operativa no se resiente con el cobro del royalty y éste llega a una sociedad del grupo, patrimonial, puede ser una buena estructura fiscal y empresarial, ya que el pago de impuestos es neutral y los ingresos que salen de la sociedad operativa van a otra en la que pueden estar más “resguardados” utilizándose en otras actividades (diversificación respecto a la actividad principal). Si por el contrario, el beneficio que queda en la sociedad operativa es muy reducido, las entidades financieras podrían pedir el aval de la patrimonial y se perdería el efecto de salvaguarda pretendido.
Finalmente, el gravamen aplicado a las operaciones vinculadas ha hecho que las empresas deban plantearse la situación de las marcas. Teniendo en cuenta que un royalty, de marca conocida puede oscilar entre el 5% y el 10%,, dependiendo de las obligaciones en que incurra el propietario de la marca en el contrato con la explotadora, podemos encontrarnos con que la detracción de beneficios de la sociedad operativa pudiera ser, en ocasiones, superior a los beneficios declarados. Este es el primer aspecto a tener en cuenta.
En suma, es muy importante considerar con detenimiento la estructura de propiedad y gestión de la marca, en función de los intereses empresariales y patrimoniales concretos.