La moda no puede ser objeto de propiedad privada ni es susceptible de apropiación legal por parte de un empresario frente a sus competidores. Y no lo es, por su propia naturaleza. Las modas son tendencias sociales que encuentran su causa precisamente en la imitación del vestir de unos pocos, por parte de grupos crecientemente más numerosos, y que serán más o menos mayoritarias según su capacidad de penetración social.
Así pues, la moda surge de la imitación: el hallazgo estético de uno (que ejerce un liderazgo creativo de carácter disruptivo) es asumido por otros, los “pioneros”, y se expande a través de los seguidores o “followers” hasta alcanzar a “los últimos” adeptos de su público objetivo.
Sin este fenómeno de mimetización, la moda no sería un lenguaje común, una seña de identidad de grupos sociales, ni permitiría caracterizarlos (como hacemos ahora, por ejemplo, con los “góticos”, los “punks”, los “hippies”, los “hipsters” etc.), sino que quedaría reducida a una expresión de la personalidad de un individuo – un dialecto individual o idiolecto – sin proyección social ni, por ende, económica.
Ahora bien, aunque la moda no es susceptible de apropiación individual, sí lo son en cambio los diseños particulares en que se manifiesta o encarna cada tendencia de moda.
Esta distinción entre el numen o fuente de inspiración y sus expresiones materiales no es inhabitual en Derecho: así, por ejemplo, en propiedad intelectual ni las ideas ni los conceptos son apropiables, sino su precisa encarnación en una obra; por su parte, las leyes de patentes sólo protegen reglas técnicas abstractas, que proporcionan nuevas utilidades actuando a través de inventos concretos. Ciertamente, de otro modo la creación humana se vería severamente limitada en cualquier campo de las artes, las ciencias o la industria. Por ejemplo, el protoartista que esbozó la primera imagen de un caballo sobre la roca de la cueva de Lascaux en Francia hubiera podido impedir las pinturas de caballos de David, Rubens o Velázquez.
La protección de los diseños de moda se efectúa en nuestro país principalmente a través de la legislación de propiedad industrial, por la renuencia de nuestro sistema judicial a admitir el carácter artístico de las llamadas obras plásticas aplicadas y de los objetos industriales. Sin embargo, esta legislación sólo alcanza plena eficacia frente a diseños idénticos o virtualmente idénticos (con modificaciones irrelevantes o poco significativas).
Los diseñadores sólo pueden luchar contra otros diseños similares si éstos no causan “una impresión general suficientemente diferenciada” del suyo, a juicio de un “usuario informado” en el tipo de industria de que se trate. Como puede comprobarse, se trata de conceptos necesariamente abstractos y en blanco; esto es, su contenido efectivo depende de la diversa interpretación de cada Juez en cada caso, por lo que a menudo se escapa entre sus rendijas la “imitación creativa”. En efecto, los competidores menos burdos (o más sofisticados, según se mire) medran a costa de los diseños singulares de los creadores, parasitando su oferta estética innovadora mediante réplicas de mercado con el mismo “estilo”, pero introduciendo modificaciones que generen cierta diferenciación visual para tratar de eludir así las prohibiciones legales.
Debemos preguntarnos, por tanto, si resulta posible luchar contra esta “imitación creativa” y proteger el estilo de un diseñador de moda, con los medios que proporciona el Derecho.
Vayamos al origen: en el principio fue la etimología. El vocablo “estilo” proviene del latino “stilus” que designaba el punzón (“estilete”) con que los antiguos escribían sobre tablillas enceradas, cada cual, por supuesto, con su propia y personalísima caligrafía. De ahí que este vocablo se use en la actualidad para referirse a la manera de escribir propia de un escritor o de pintar un pintor y a las características peculiares que le distinguen de otros, como reflejo directo o trasunto de su personalidad. Así por ejemplo, el estilo del Greco se caracteriza por sus figuras delgadas y alargadas, con luminosidad espectral, contraste de colores y gran expresividad. El estilo de su trazo es reconocible incluso para los menos doctos en pintura.
Del mismo modo, en el mundo de la moda es eventualmente posible defender legalmente el estilo original de un diseñador siempre que dicho estilo, que se plasma en sus diseños, sea “reconocible” como originario o proveniente de dicho diseñador. Ciertamente, no todos los estilos podrían protegerse, sino aquellos a los que ordinariamente aludimos con las expresiones “estilo propio”, “estilo único” o “sui generis”. Lo son, por ejemplo, los diseños gráficos de Mariscal o las colecciones de Ágatha Ruiz de la Prada.
Una de las consecuencias de lo dicho es que el estilo es, esencialmente, un rasgo “personal”, asociado a la persona física (el autor). Difícilmente las empresas, sometidas a la constante ley darwiniana de la adaptación al medio, pueden ajustar su existencia a un solo estilo personal reconocible o incluso transmitirlo de unos diseñadores a otros (como Yves Saint Laurent prolongó, por ejemplo, el New Look de Dior hasta alcanzar su propia plenitud estilística). No obstante, las empresas pueden asociar su oferta (o parte de ella) o modistos o diseñadores e incluso dotar de un “aire de familia” a sus creaciones a lo largo del tiempo, lo que permite, por ejemplo, la anagnórisis o reconocimiento de una analogía estética entre los coches BMW de distintas generaciones.
Otra de las deducciones que se siguen de lo anterior es que cuanto más personal sea el estilo, mayor será su capacidad de defensa legal, de donde deriva una táctica consistente en personalizar (particularizar) los estilos a través del uso de leitmotivs, para mejorar las posibilidades de reacción jurídica frente a las imitaciones.
De este modo, pueden protegerse los estilos cuando su imitación es tan “verosímil” (como opuesto a “veraz” o “auténtico”) que puede inducir a error sobre su autoría; esto es, cuando se produce una suplantación de la personalidad estética y sus rasgos distintivos que sólo puede detectarse a través de una comparación experta o pericial. El competidor reproduciría las características formales “personales” o “propias” del estilo del diseñador, induciendo al consumidor a dudas sobre su autenticidad que sólo podrían ser despejadas mediante una técnica de observación y análisis pormenorizada ajena a los hábitos de compra de un consumidor medio. En tal caso, cabría accionar mediante la legislación de competencia desleal, como acto susceptible de inducir a confusión a los consumidores. Recordemos que para el art. 6 de nuestra Ley de Competencia Desleal, el mero riesgo de asociación por parte de los consumidores respecto de la procedencia de la prestación es suficiente para fundamentar la deslealtad de una práctica. Por su parte, el artículo 11 establece que la imitación de prestaciones de un tercero se reputará desleal cuando resulte idónea para generar la asociación por parte de los consumidores respecto a la prestación o comporte un aprovechamiento indebido de la reputación o el esfuerzo ajeno.
Cabría incluso la posibilidad de una reacción penal por estafa cuando la imitación del estilo causa engaño al consumidor o cliente respecto de la autoría de la obra o producto. Esto ocurre a menudo en el mercado del arte. Por ejemplo, de Elmyr de Hory, considerado el mejor falsificador del mundo, se dice que con una obra suya realizada “a la manera” de Picasso pudo engañar al propio Picasso, el cual respondió cuando un marchante le solicitó que la autentificara: “¿Y dice usted que alguien ha pagado por esto 100.000 dólares?. Pues si ha pagado tanto, debe ser mío, claro”.
Los principios antes expuestos pueden aplicarse asimismo a objetos de diseño no destinados al vestir, que incorporen moda, a través de la estrategia conocida como “moditización”. Ello explica que Apple pueda acusar a Samsung de “imitar su estilo” expresado en el iPhone y el iPad.
Obviamente, el estilo necesita un ámbito de expresión, un campo de juego, y se expresa con mayor nitidez cuanto mayor sea el “grado de libertad” de que dispone el autor para proyectar su personalidad sobre los objetos. Este interesante concepto, propio de la legislación comunitaria en materia de diseños, es fácil de entender intuitivamente: el artista goza de mayor libertad que el diseñador (necesariamente condicionado por imposiciones técnicas o de mercado), y entre éstos, goza de mayor libertad un modisto que – por ejemplo – un diseñador de teléfonos móviles, sometido a condicionantes técnicos y tecnológicos más severos.
Finalmente, otra consecuencia de la naturaleza de las modas es que cuanto más ampliamente aceptada es la tendencia y más se expande su target o base social, mayores son las dificultades de defensa. Ello se debe a la presión de ingreso a la tendencia de todos los canales de la distribución de moda, hasta llegar a las cadenas de la moda rápida, como Zara, que canibalizan sus últimos estertores y aceleran su obsolescencia. De ahí que los creadores de estilo deban defender sus propuestas desde el principio: como decía el poeta Horacio, principiis obsta (“oponte en los comienzos”).
En resumen, para que un estilo pueda ser protegido, debe reunir varias características. La primera de ellas es la “reconocibilidad”, esto es, la posibilidad de ser identificado de forma espontánea o sin grandes esfuerzos de atención como perteneciente a un autor, diseñador o empresa. La segunda es que dicha reconocibilidad se objetivice en características visuales descriptibles y bien definidas, tal como el tipo de corte o trazos, el uso de la paleta de colores, los motivos gráficos repetitivos, etc., del mismo modo que individualizamos y diferenciamos a una persona de otra por sus rasgos propios, como la voz, la fisonomía o los movimientos. La tercera y última es que su imitación por un tercero sea susceptible de inducir a confusión o asociación en el mercado.
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Enrique Martín
Abogado. Socio Director